Cuando tenía 16 años, mi madre me dijo que nunca sería más feliz. Entrar en la edad adulta, salir de casa, incorporarme al mundo laboral, tener hijos… todas esas etapas, según ella, estarían marcadas por el sufrimiento y la decepción.
Yo no sabía cómo decirle que me sentía sofocada y ansiosa todo el tiempo, así que fingía ser la niña alegre y despreocupada que ella quería que fuera.
“Yo era más feliz cuando tenía tu edad”, me dijo. “Hermosa. Libre. Deberías disfrutarlo ahora antes de que se acabe”.
Yo no sentía ninguna de esas cosas, solo la certeza aterradora e inexorable de que tenía que mejorar. Pero, ¿cómo podía cuestionar un cuerpo que una vez me tuvo entre sus amorosos pliegues?
“Yo era la más guapa de mi familia”, me dijo mi madre más de una vez. “Muchos hombres querían casarse conmigo. Venían a ver a mis padres y les rogaban para cortejarme. Podría haberme casado con cualquiera. Un médico de Texas. Un hombre de negocios francés”.
En lugar de eso, se casó con mi padre, un vietnamita católico de buena familia. Se mudó de su unida comunidad en Santa Ana, California, a San José, una distancia que la hacía sentirse varada en el mar. Tenía 22 años y un esposo de 33 al que apenas conocía. Yo fui su primera hija. En los años siguientes, siguió intentando tener hijos, decidida a seguir el ejemplo de mi abuela, que dio a luz a 10.
Tenía 4 años cuando me convertí en hermana mayor. Tenía 4 años cuando un dolor punzante me cortó el abdomen. Tenía 4 años cuando los médicos cultivaron mis células y descubrieron que eran malignas. Tenía 4 años cuando las enfermeras me metieron en una habitación fría y luminosa, y un cirujano me extirpó el ovario derecho y, con él, la mitad de mis óvulos. Ya entonces me sentía desesperadamente responsable del miedo y el agotamiento de mis padres, del dolor de mi madre por los hijos que quizá yo nunca tendría.
Doce años después, mi madre sufrió otro aborto espontáneo, el último de varios que recuerdo de mi infancia.
Esta vez, sin embargo, tenía edad suficiente para comprender la raíz de su desesperación, para saber que se convertiría en una pálida sombra de sí misma durante meses. Aparte de mí, solo un embarazo había tenido éxito: el de mi hermano pequeño, cuyos grandes ojos llorosos reflejaban mi propia ansiedad cada vez que la penumbra caía sobre nuestro hogar.
No podía evitar imaginar a mis hermanos fantasmas. Una hermana rebelde y abierta a compartir secretos en mitad de la noche. Un segundo hermano pequeño, más travieso, para soportar la carga de levantar el ánimo fúnebre.
Durante el último embarazo de mi madre, nuestra familia tuvo la esperanza suficiente para ponerle nombre al bebé: Patricia, Trish para abreviar. Después de la pérdida, me tumbaba en la cama e imaginaba futuros alternativos. En ellos, mi hermana pequeña se convertía en artista. Juntas publicábamos libros ilustrados, construyendo mundos impenetrables, donde nadie podía hacernos daño, donde no podíamos oír a nuestra madre sollozando en la habitación de al lado.
Siempre llevé conmigo la conciencia de los bebés muertos por los que mi madre lloraba. Sentía la responsabilidad de compensar su pérdida, de ser cinco hijas en un solo cuerpo. La inteligente, la cariñosa, la tonta, la superfemenina, la oveja negra.
Cuando mi madre me compraba ropa y me arreglaba el pelo, yo sonreía y la dejaba, con los brazos por encima de la cabeza, como una muñeca complaciente. Incluso de adolescente, cuando ya no me gustaban los volantes de dulce color pastel ni los collares de perlas, me dejaba envolver por la fantasía.
Cuando asistí a una clase de escritura creativa durante mi primer año en la universidad, un compañero criticó mis textos diciendo: “Tus personajes son camaleones. Carecen de un punto de vista sólido. No se conocen a sí mismos. No son nada creíbles”.
Me senté allí tratando de convertirme en el tipo de persona que pertenecía a un taller de escritura, tomando notas para mejorar en el futuro.
Mi madre solía sugerirme que mintiera u omitiera el hecho de que me faltaba un ovario. Decía que debía usar trajes de baño de una pieza para ocultar la cicatriz.
“La gente te mirará de otra manera si lo saben”, decía. “Debes decir que tuviste otro tipo de cáncer. O fingir que nunca tuviste cáncer. Eras muy pequeña”.
Ella temblaba con el terror de que el mundo me viera como menos completa, menos adorable por mi sistema reproductor dañado.
Leyendo a Lacan por primera vez a los 20 años, subrayé: “Todas las cosas en este mundo se comportan como espejos”.
Anhelaba ser algo más que el reflejo de las partes fragmentadas de otra persona.
No era la única que albergaba la sospecha de que mi cuerpo no era totalmente mío. Mis primos escondían tatuajes bajo suéteres y mangas largas. Se preocupaban por cortes de cabello que sus padres pudieran odiar. Mi madre evitaba llevar pantalones cortos porque su hermana mayor le dijo una vez que tenía pantorrillas antiestéticas. Cuando una pariente lejana engordó después de dar a luz y publicó fotos de sus vacaciones en la playa, escuché a mis tías y a mi madre criticarla por la audacia de mostrar su cuerpo más grande.
A los 32 años reuní el coraje necesario para teñir de morado mi cabello, y solo lo hice después de mudarme a Virginia e interponer más de 4300 kilómetros de distancia entre mi familia y yo. La primera vez que mi madre me vio por FaceTime con mi nuevo cabello, me miró como si fuera una extraña. Más tarde, me mandó un mensaje diciendo que era más bonita con mi color de cabello natural.
“Qué pena que hayas tenido que mudarte tan lejos”, me decía a menudo cuando hablábamos por teléfono. “Debes sentirte muy sola. Qué triste”.
Mi soledad y tristeza provenían del aislamiento de una pandemia, no de la distancia. En Virginia, cuando pude comenzar desde cero, por fin tuve espacio para respirar.
Mi prima, cuya homosexualidad sigue siendo un secreto a voces, me llevó aparte en una boda familiar y me dijo: “Mis padres quieren que vaya a Francia a ver a un hombre que tiene problemas para encontrar esposa. Su madre está aquí y les ha pedido que me envíen. Como si yo fuera algo que se encarga en Amazon”.
Nos reímos, animadas por el champán. Le dije que aceptara el boleto de avión gratis a París y encontrara a su futura esposa.
A la mañana siguiente, nos despertamos antes que nadie y fuimos a la playa. Sentadas con nuestros cafés, nos dijimos: estoy tan cansada.
Más o menos al mismo tiempo, por fin vi los documentos médicos de cuando tuve cáncer. La carpeta había estado a la vista en un estante durante casi toda mi vida y, sin embargo, todos hacíamos como si no existiera. Solo cuando empecé a pensar en formar una familia se me ocurrió mirar.
Leyéndolos, me enteré de que soy portadora de una translocación cromosómica que duplica el riesgo de aborto espontáneo. En mi familia, las mujeres cargan con la profunda culpa de una maternidad fallida: mi madre y sus abortos espontáneos; mi abuela, que perdió dos hijos durante una hambruna; una tía cuyo hijo se ahogó cuando huyeron de Vietnam en barco; las primas que sufrieron abortos espontáneos y luchan contra la infertilidad en solitario.
Tengo mi propia vergüenza secreta: cuando me enteré de que mis posibilidades de concebir un hijo eran menguantes, sentí tristeza, sí, pero sobre todo alivio. Llevaba mucho tiempo temiendo tener una hija y la responsabilidad que suponía tener que proteger su autonomía y la mía. Fue una lección que heredé de mi madre, mis tías y mis abuelas: ser mujer es luchar por las partes vitales de tu cuerpo mientras otras personas reclaman su propiedad.
Siempre he sabido que mi madre me quiere más que a sí misma, un hecho que me produce más culpa que consuelo. Mi madre me quiere —a la niña en llanto que llevo dentro, pura en potencia—, pero ¿a qué precio?
Algunas madres ven los cuerpos y las mentes como arcilla que moldear, un segundo proyecto para esculpir la vida que querían para sí mismas. Cuando me miro en el espejo, me veo a mí misma, pero también las muchas versiones que pude haber sido. En algún lugar está la hija que mi madre imaginó cuando me tuvo en sus brazos por primera vez.
A menudo he deseado ser la panacea viviente para el dolor que ella sintió cuando era una niña refugiada, una muchacha impotente en un país a menudo hostil y una joven esposa solitaria. A veces, darme permiso de ser alguien más —la identidad verdadera que tengo a flor de piel— me parece una traición imperdonable.
Pero no puedo ceder la narrativa de mi vida a otra persona, aunque su intención sea evitarme el dolor que vive en sus huesos, incrustado a lo largo de generaciones de traumas. Es probable que nunca sepa lo que es sostener a mi propio bebé e imaginar toda una vida para él, pero puedo calmar a la niña que llevo dentro.
Le contaré la verdad que más me costó entender: que puede ser amada y también libre.
Teresa Pham-Carsillo es una escritora que vive en Napa, California.